Mi primer paciente

Está ahí, tumbado en el sofá. Es una persona, es un amigo, y está sufriendo. Me ve entrar por la puerta y levanta la mirada, sin poder hacer nada más que mostrar una leve sonrisa y alzar la mano tristemente. Pero yo noto que lo hace con todo el cariño del mundo, me aprecia, se alegra de verme allí.
- ¿Cómo estás hoy?
- ... Bien, hoy me encuentro muy bien.

Y pasas buena parte de la tarde allí, sentado y observando a las personas. Te cuenta cómo va, si mejora o empeora, y lo hace con confianza, con esperanza de que tú le digas algo. No importa que seas un estudiante, no importa que no tengas la más remota idea de qué hacer o decir cuando te preguntan algo que no tienes por qué saber. Te lo preguntan porque estás ahí, sentado, sonriendo y charlando. Tú explicas lo poco que sabes, siempre advirtiendo lo mucho que te queda por aprender, y lo mucho que te tienes que equivocar.

La tarde avanza, y unos van mientras otros vienen. Ya cansado, se retira a su descanso. Te mira a los ojos, y en ellos puedes leer un alto y claro "¡¡Gracias por haber venido!! Me gusta que estés aquí y que hables conmigo". ¿Sus actos? Alza la mano levemente y deja escapar un "mañana será otro día".

Él llega después, y te saluda. Se sienta en su sillón y mira la tele mientras los otros hablan de sus cosas. Pero la tarde sigue apagándose, y llega la hora de marcharse. En el momento en que te pones el abrigo y los demás se despiden, te mira y te hace preguntas sobre Medicina, como invitándote a sentarte otro rato y charlar un poco. Necesita decir algo. Algo le preocupa.
Sonríes y te sientas, los demás se marchan. Durante casi dos horas le escuchas y conversas con él. Notas en sus ojos que se siente agusto, que lo estás ayudando. Le gusta que le escuches, que te importe lo que tenga que decir. Le tranquiliza saber que quieres saber por qué tiene miedo.
Lo más difícil es encontrar las palabras adecuadas. Las palabras acertadas. No sabes muy bien si lo estás haciendo bien, si le estás ayudando. Sonrisas y bromas confirman que no lo estás haciendo mal. Compruebas como su diálogo cambia de tono. Compruebas como incluso cambia sus ideas, cambian sus preguntas, cambia su estilo de afrontamiento. Tú no sabes muy bien qué estás haciendo, pero no te importa. Está sonriendo y se siente mejor, y tú sientes que algo dentro de ti desea estallar: alegría. Pasión por lo que estás haciendo en ese instante, en esa corta tarde que podrías haber empleado de cualquier otra forma.

¿Ayudar por escuchar y hablar? Parece mentira.

Llegas a casa y te encierras en tu cuarto. Ves tus libros sobre la mesa. Ves tus folios llenos de letras y gráficas. Miras hacia atrás, donde tienes colgado el abrigo, y la ves allí. Blanca, con sus tres bolis en el bolsillo y tu cuadernito de notas en el otro. Tu bata.
Te sientas en la silla y suspiras, piensas en todo lo que has llegado a pensar, a sentir. "Medicina" dices en voz alta. Te diriges hacia la bata, la coges como si fuera un tesoro y vas a la cocina:

"Mamá, ¿puedes lavarme la bata, por favor?"

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